Un día me fui para nunca volver. El guión no estaba escrito de ese modo así que no hice preparativo alguno con respecto a mis pertenencias. Mi cuarto quedó congelado por algunos meses como si fuera a llegar en la noche. Nunca pasó... así, mis pertenencias quedaron vulnerables a las decisiones arbitrarias de los dueños de la casa, mis padres.
Yo poseía la habitación más cómoda de la casa. Independiente de las demás, con baño propio y cerca de la entrada. Durante el tiempo que viví en la casa me podía mover con total libertad mientras que mi hermana tenía que pasar por el cuarto de mis padres y era vigilada en cualquiera de sus movimientos. Como era de esperarse, un día mi cuarto (que ya no era mio) fue asaltado. Echaron mis pertenencias en cajas que fueron apiladas en el cuarto de mi hermana (que también ha dejado la casa paterna). Después, al volver a Tijuana, nunca encontré el momento adecuado para recuperar mis pertenencias. No era que estuvieran secuestradas o algo parecido, para nada, pero mi casa era demasiado pequeña para incorporar lo viejo con las cosas que Mariana y yo habíamos acumulado durante un año.
De todas las cosas, lo que más me preocupaba siempre eran los libros. Por herencia acumulativa los libros de mis abuelos, de mis tíos y mis papas estaban en mi poder. Cuando vivía en el DF, una anciana me regalaba libros de su difunto esposo a cambio de trabajos como limpiar la cisterna o barrer el techo de su casa. Así, tengo algunas posesiones extrañas: libros editados entre 1912 y 1950, toda una serie de textos marxistas que incluyen una historia del Partido Comunista (el soviético) editada en 1939. Luego, de Tampico, llegaron los libros de mi abuelo y mi papá, también había muerto el hombre. Todos esos libros los empaqué desde México y evité, en muchas ocasiones, que fueran a parar a bibliotecas públicas o al basurero.
El día que le presté atención a un libro fue cuando una tía me regaló un diccionario y una edición de Mario Benedetti, “Con y sin nostalgia”, que sigo atesorando. Aunque Benedetti no ocupa ya una posición privilegiada en mi universo literario, siempre lo he visto con agrado y simpatía, seguramente por encontrarse entre mis primeras experiencias literarias significativas. En el primer año de la universidad, un amigo que fue a Cuba se tomó la molestia de buscar que Benedetti me firmara una antología. Así, de una forma totalmente legítima, esos libros han pasado a mis manos. Una herencia más, hace unos tres años, cuando una compañera de trabajo me regaló los libros de su difunto esposo, maestro también.
Recién llegado a Tijuana entré a la preparatoria, a la Lázaro. En los talleres de teatro y creación literaria de Claudia Morfin conocí la literatura local, los fanzines, las revistas. Participé en algunos y edité el propio. Luego, en el primer tianguis cultural organizado por Ricardo Alarcón y la revista Punto de Vista, alguien me regaló un Velocet… la onda fanzinera local. Así, la herencia de mis abuelos, mis padres y mis tíos pasó a segundo orden frente a las adquisiciones propias. Ya en la universidad entraría a trabajar a la Bitácora, otra plataforma para conocer y hacerse de adquisiciones literarias. Después entraría al Colef como asistonto de dos investigadores del departamento de Estudios Culturales (Elizabeth Maier y Manuel Valenzuela)… y más libros. Libros y revistas que no he dejado de adquirir desde entonces… y leerlos, que importa más que poseerlos. Entre ferias del libro, oportunidades en el DF y otras ciudades, presentaciones literarias, suamits, segundas, tianguis culturales y muy escasas búsquedas en librerías locales, a las que tengo cuasi vetadas porque nunca han dejado de mancharse con el consumidor con sobreprecios que llegan a duplicar el costo de un libro en comparación con el DF o Guadalajara. Tengo incluso libros que he intercambiado por caguamas en el turis.
Hoy, después de tres años, mis libros y yo estamos juntos nuevamente. Hubo daños y pérdidas. La falta de planeación me hizo perder de vista libros prestados. He “regalado” unas quince veces Las batallas de JEP. Quedan pendientes otros libros que estúpidamente me llevé a La Piedad y luego tuve que dejar en casa de los padres de Mariana. Otros, como el Banquete de Pordioseros de Roberto Castillo simplemente no aparecen. Pero como dice el refrán, arrieros somos… Algunos libros tendré que regalarlos o venderlos, no cabemos todos en la misma casa. Por una fascinación anacrónica y lealtad a algún miembro desconocido de la familia materna conservare mis libros marxistas; por apego, los de Benedetti y la banda del boom; por respeto a las raíces guardaré todos mis fanzines y flyers salvó aquellos que Luis Rojo nunca me devolvió. Me muero de ganas de presumirle a un alumno una edición fanzine de Lejos del Noise. A otros, me parece que muchos, tendré que encontrarles un nuevo hogar. Quizá los lleve con el lotero que está cerca de la calle primera o los venda en alguna feria de Humanidades.
Hoy pasé todo el día buscando un lugar para mis libros, reordenando y moviendo otros objetos. Mi tío Miguel es anticuario. Mi primera infancia la pasé en su tienda, acostumbrado a esconderme en muebles con siglos de edad. Quizá de ahí venga el mal hábito de guardar tantas tonterías. “somos como ratas” decía mi tío, y quizá tenga razón.
Por ahora, en medio de la faena, me dispongo a leer algo que pensé que había perdido en La Piedad: Cómo detener el tiempo, la heroína de la A a la Z, de Ann Marlowe.