El silencio terminó, Lance Armstrong aceptó haberse dopado en algún momento de su trayectoria como ciclista. Sus declaraciones ante Oprah ponen fin a una disputa entre el deportista y organismos internacionales de ciclismo. Durante años, Lance fue un héroe, literalmente. Primero, por vencer al cáncer; luego, por sus triunfos deportivos; después, por enfrentarse a los organismos internacionales que lo acusaban de dopaje. Eran ellos los malos de la película. Los que cazaban brujas en el sitio equivocado. Si esto fuera guion de película, el desenlace habría sido un giro inesperado. Eran muchos los fanáticos del ciclismo (en este mismo momento pienso en un instructor de spinning que siempre lo ponía de ejemplo), el público en general y muchas empresas y organizaciones que lo patrocinaron o se unieron a la causa altruista que promovía a través de Livestrong (hoy Dopestrong).
El dopaje es un asunto algo complejo en cuanto a sus aspectos éticos, legales y fisiológicos. Las exigencias del espectáculo deportivo obligan a los atletas a ir más allá de los
límites del cuerpo humano. Lo mismo en el deporte profesional que en el
olímpico. Son muchos los casos de deportistas atrapados en el intento. Puede
parecernos absurdo. ¿Para qué doparse? Ganas o pierdes y a casa. ¿Cuál es el
problema? Sin embargo, los deportistas se mueven en un mundo de competencia
destructiva en el que se tienen que obtener resultados concretos y un alto
rendimiento que no acepta pausas o altibajos. No solo ellos, las instituciones
que los cobijan, los patrocinadores, las marcas deportivas. Ganas, y si pierdes
desapareces. ¿Cuántas proezas deportivas han sido noticia de uno o dos días?
¿Cuántas han permanecido anónimas? Muchas. ¿Cuántos deportistas han quedado en el
olvido después de una lesión? Muchos. Claro, esto no disculpa ni a Armstrong ni
a otros atletas que se han dopado. Pero sí explica por qué muchos atletas lo
hacen. Sí, es un asunto individual, pero también estructural. De presupuestos,
de tecnología aplicada en equipos, ropa y la fisiología misma. Así, el
deportista que es pillado, o es demasiado estúpido, es un chivo expiatorio o,
de verdad, actuó por cuenta propia.
Como todos los héroes, Armstrong
tenía que caer. Y no hay modo de hacerlo con gracia. Aun después de que la
agencia le diera un ultimátum para defenderse, muchos optamos por creerle. Su respuesta
parecía más desdén y arrogancia que el reconocimiento de su falta. Él mismo
terminó con las dudas. Escogió a una conductora de televisión empática, que
pudiese mitigar de algún modo el desastre. Ella preguntó. Él contestó. Fin de
la historia. Sí o no. Las explicaciones, el recuento de los daños y las
disculpas sobran. Ahora no queda la menor duda. Armstrong es un tramposo y fin
de la historia. Voltea al público, buscando simpatía, lástima, algo. Pero las
derrotas se mascan solo, y aunque algunos logran dejar atrás el escándalo, la
resistencia de Armstrong a reconocer su dopaje y la reputación que fue
construyendo a lo largo de su carrera lo convierten hoy en un símbolo del
cinismo y la mentira.